El polvo y la inmundicia reinan en este lugar y en mi cuerpo, las costras se encuentran esparcidas sobre mis piernas, brazos y manos. Hace tantos años que estoy encerrada en este manicomio, que se parece mucho más a una prisión que a una institución mental, que ya casi he olvidado cómo me llamo puesto que para los guardias soy la “paciente A144”, ni más ni menos que un conjunto de números y letras… para ellos la persona que era antes de ingresar a esta institución ha dejado la tierra, o se ha vuelto parte de ella.
Esta oscura y pequeña habitación me daba claustrofobia en un principio, mas con el correr del tiempo he acabado por acostumbrarme a no poder caminar, y por ello mis piernas se han enflaquecido, llegando a ser poco más que un conjunto de huesos rodeados de una piel enferma, maltrecha y sucia. Mi cuerpo se halla entumecido a causa del frío. La pequeña celda cuenta con una ventana sin vidrios ni barrotes ubicada lo suficientemente en alto como para que nadie intente escapar y por ella se cuelan las gélidas brisas invernales que acometen mi cuerpo sin compasión alguna, ya que éste se encuentra escasamente tapado por una suerte de vestido de una tela arratonada por el uso, manchada y desgastada que me llega hasta un poco más arriba de las rodillas.
Se escucha el sonido de los pasos al final del pasillo, tranquilamente su retumbar se acerca cada vez más hacia donde yo me encuentro ¿Vendrán a por mí? ¿Por alguna de mis “vecinas”?. Efectivamente los pasos se detienen frente a mi puerta, la cual se abre soltando un pequeño alarido, un chirrido que logra penetrar en mi cabeza y mis nervios, haciendo que me duelan los dientes. El guardia me ilumina con su linterna y mis ojos se escocieron ante tal estímulo, poco acostumbrados ya a la luz, mis cejas junto con el resto de mi rostro forman una máscara de terror. Nunca pasa algo bueno cuando ellos vienen, nunca.
Ese rastrero me toma por el brazo con mucha más fuerza de la necesaria, hincando sus dedos en mi precaria carne y me arrastra por los corredores y antes de llegar, lo presiento. Quiero huir, comienzo a gritar, mi voz suena ronca, desgarrada y tosca por la falta de uso e intento removerme pero me tiene firmemente agarrada. Para acallarme me da una bofetada y de mi boca comienza a manar un pequeño hilillo de sangre. Desde algún recóndito y desconocido lugar, seguramente del mismo donde se escondía la esperanza, mi fuerza se hace presente pero ya no menguada sino en forma desesperada. Rápidamente golpeo la parte más débil de mi adversario y éste, doblegándose de dolor me suelta pero no sin antes propinarme otro golpe en el rostro. Mi mal humor se hace presente, dejando atrás todo vestigio de sumisión y comienzo a maldecir a aquél desgraciado a la vez que continúo golpeándolo una y otra vez, enceguecida por la rabia, la necesidad de libertad pero, por sobre todo, el ansia de venganza.
Aquél infeliz había dejado ya de respirar y mis exhaustos brazos continuaron golpeándolo un par de veces más, hasta el cansancio, momento en el que me decidí a dejar ese cuerpo atrás e intentar conseguir mi objetivo: la huida. Corro silenciosamente por los pasillos, atenta a cualquier sonido que pudiera delatar la presencia de algún otro guardia. Al doblar a la esquina en uno de los tantos recodos del lugar, ya cerca de la puerta, el corazón se me cae a los pies. ¿Qué encontré? ¿Quién me aguardaba allí? Mi marido, el Dr. Morphine, hombre que me mantiene cautiva y de quien soy uno de sus conejillos para experimentos. Cayendo de rodillas ante su fantasmal figura me abandono a la desesperación y me veo arrastrada a una de las tantas salas de tortura donde, con suerte, un día me darán por muerta.
Este texto tiene alrededor de un año.
No hay comentarios:
Publicar un comentario